16.10.13
La locura y el cine
Ando estos días preparando una conferencia que voy a impartir mañana en la Universidad de Valencia por invitación de Carlos Blasco García sobre los tránsitos que se establecen entre la locura y el aparataje cinematográfico, una suerte de encuentro entre la quiebra del sujeto y sus representaciones en la pantalla. Lo de la quiebra del sujeto es un ejercicio experiencial que anda muy trillado, pero que todavía no ha sido respondido del todo, una asignatura pendiente ante las características del lenguaje fílmico que, a lo peor, no podremos responder nunca.
De la locura, a grandes rasgos, todos tenemos una pequeña experiencia cotidiana. De hecho, si algo me sorprende, son las habilidades que muestran los sujetos para integrar con admirable cotidianeidad sus locuras cotidianas: el hecho de tomar un café o de realizar una fotocopia, el acto banal de subrayar una página o implementar un plan estratégico como si supiéramos realmente lo que estamos haciendo, como si la presencia de lo loco no anduviera correteando por los pasillos del alma, por el sótano del alma -que es, después de todo, el espacio privilegiado sobre el que se asientan fórmulas tan interesantes como la de Expediente Warren: el sótano como el espacio mohoso en el que dormita la laceración y la insatisfacción al lado del piano desportillado del abuelo o el globo terráqueo de la infancia. Cuando pienso en una cinta paralela como la frustrada The Purge, veo que el problema a veces reside en intentar generar una explicación ideológica alrededor de la locura, como si las coordenadas de un cierto pensamiento -capitalista, norteamericano, lo que sea-, pudiera servir como excusa creíble ante la presencia absoluta de la pulsión.
El aparato cinematográfico siempre se ha llevado bien con la locura porque surgió después del XIX y casi en paralelo con el pistoletazo de salida del psicoanálisis. En la hagiografía de Ernest Jones se comenta por algún lado que Freud no sentía especial interés por el cine, pero el cine ha estado casi siempre enamorado de sus representaciones fantasmales, de la manera en la que el foco del proyector cristaliza el deseo y sus siluetas. Esa es la clave del gran ensayo de Metz. El cine es ese río que arranca en el segundo movimiento del Opus 44 de Schumann -siempre que pienso en las proyecciones de mi infancia, recuerdo, por la vía de Fanny y Alexander, a Schumann-, y termina en el aullido de la Canción para la Unificación de Europa de Preisner. En el espacio comprendido entre los dos gestos se encuentra el corazón del siglo XX, que no es sino la topografía misma de la locura. Una locura en la que siempre hay algo más que lo puramente ideológico, un plus de goce interno y no simbolizable en una bandera.
En la -buena- escritura del cine se posiciona siempre la reflexión compartida, el acto de confesión que dota a una cinta de su potencia. Por eso he desconfiado siempre de las cintas voluntariamente ideológicas, así como de tocador político, cintas en las que el verdadero problema de la locura se hace comulgar con un ideario fijado en sus buenas intenciones, en lugar de descender de los altares de la Historia a las alcantarillas de lo íntimo. El loco, el psicótico, por definición, sólo forma parte de la Historia en tanto intuye su final y afirma contra viento y marea que el fin del mundo es algo inminente, irremediable -esto es, Tarkovsky. No ocurre, como en The purge, que la locura sea la excepción normalizadora -lo que no deja de ser una herencia mal digerida de una cierta antropología-, sino más bien lo contrario, que lo normal (o lo neurótico) es una excepción en el tapiz cinematográfico de la fantasía.
Me gusta el arte del siglo XX/XXI en lo que tiene de negación del relato tautológico, que es algo siempre muy cuerdo y que ya no nos puede llevar muy lejos. Antes bien, la apertura de lo cinematográfico -las erosiones que provoca sobre un parámetro narrativo determinado, sobre un dispositivo determinado-, en el fondo siempre me han chirriado, incluso cuando seguía las modas y defendía a ultranza el dispositivo clásico como garantía de una cierta verdad. Pero es bueno equivocarse, sobre todo si a la larga sirve para escapar de las tautologías. Mañana intentaré compartir algunas de esas intuiciones con alumnos que -y esto lo hace, sin duda, más excitante- no son de comunicación audiovisual, sino de salud. Al final, uno tiene la intuición de que casi todo lo interesante que ha ocurrido en el cine en las últimas décadas tiene únicamente dos vectores sobre los que se puede pensar: el cuerpo y el trauma. Y en eso seguiremos.
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