4.4.13

Dylan y mi camarera


cafe

Dylan, el enigma. Y en el interior de Dylan, todos los enigmas. Dylan es la matrioska del pensamiento en el siglo XX, con todas nuestras aristas en carne viva. Por Dylan han pasado papas, convictos, presidentes asesinados, adolescentes, kamikazes y costureras, y ninguno ha salido intacto de sí mismo. Lo de Dylan es un pasote, y así lo entendieron hasta los Beatles cuando intentaron copiarle, con éxito relativo, en los mejores momento del Rubber soul.

La camarera que me sirve los cafés que inauguran las mañanas valencianas, hermosa en su sobria madurez y su orgulloso analfabetismo, me preguntó el otro día quién era el tipo que llevaba en la camiseta:

           - El tipo que tiene la culpa de que me dejara el pelo largo.
           -Pero esas cosas se hacen con quince, nano, no con treinta.
        -Ya, pero es que yo fui un gilipollas hasta el 2008, el tiempo de atrás no cuenta.

         La camarera no me entiende, pero tampoco hubiera entendido la gira de Dylan en el 66, lo que casi me tranquiliza. Yo, por mi parte, nunca he entendido mucho al pueblo, que parece ser esa gente que escucha canciones que tampoco me interesan gran cosa. La Arendt, en un momento de desesperación humanista, intentó hacer la diferencia entre el pueblo y el populacho, pero me da que no le salió muy bien la cosa. Mi camarera, que no es populacho y me tiene como medio enamoradiscado de su pose de MILF incorruptible, me dice que le traiga un cd de Dylan, y yo respondo que para qué, que espantará a la clientela.

      En España, ya se sabe, Dylan se vendió muy poco hasta bien entrados los ochenta. Diego Manrique explica por algún lado de su último libro los motivos de la desconexión patria del bueno de Zimmerman, pero yo creo que los tiros van por otro lado: la tradición de canción de autor en España viene directamente de Brassens y de los usos y costumbres de una chanson que por aquí se entendió –mal- como una mezcla de prestigio europeo y de resistencia política. La chanson nunca me ha emocionado –bueno, quizá un poco, cuando era un gilipollas-, de la misma manera que tardé años en entender bien a Dylan. Pero esas cosas sólo se aprenden con el tiempo. Como aspirante a modernoso intelectual, hacía en público como que mareaba un recopilatorio más bien mohoso y hablaba de She loves you como si la hubiera parido. Y sin embargo, hasta bien pasados los veinticinco, no me paré a escuchar a Zimmerman. No comprendí, por decirlo claramente, la intolerable relevancia de su gesto heroico, su conexión eléctrica. No comprendí lo que implicaba realmente la libertad.

        El gesto de Dylan –dos elepés, apenas, Bringing it all back home y Highway 61 revisited- eran suficientes para demostrarme hasta qué punto la cultura pop había superado con un gesto displicente y una voz de pato toda esa cultura polvorienta y repugnante de obras heredadas ante las que fingíamos maravillarnos. El siempre necesario Felipe Cabrerizo -responsable de uno de los mejores programas de radio en activo, Psychobeat!- me tiraría de las orejas y me apuntaría el Blonde on blonde. Y llevaría razón. El caso es que en España nos perdimos esos discos, y la culpa no la tuvo Franco ni sus ministros. (Franco, quiero que se me entienda bien, estaba muy ocupando realizando su descabellado proyecto fascista de todo-a-cien, y nunca pensó que ocurriera nada interesante más allá de un crucifijo recién limpiado). La  culpa de la desconexión dylaniana la tuvimos nosotros, y de ahí que hablar con mis mayores de música sea una pesadilla de incomprensión constante. De ahí que estemos todos un poco huérfanos, y tengamos en el pecho como una angustia incomprensible.

        Mi camarera, que nada sospecha de estos menesteres, colecciona horas muertas en el andén de la radiofórmula, limpia los cristales, me habla siempre con un cariño que me desarma y me entristece un poco. Me gustaría que me hablara como se habla a los hombres que escuchan a Dylan, pero me habla como se habla a un hijo díscolo y un poco retraído. Por un momento, sopeso la posibilidad de copiarle un cd, no sé, el Slow Train Coming. Luego, simplemente, pago el café y me voy por donde he venido, bostezando y dándole patadas a una cerveza vacía. La Infanta nunca escuchó a Dylan. Rajoy nunca escuchó a Dylan. Idelfonso Falcones nunca escuchó a Dylan. Beatriz Talegón nunca escuchó a Dylan. Toni Cantó nunca escuchó a Dylan. Pueblo y populacho. Cómo la cagaste, Hannah. Cómo la cagaste. Te mereces un facepalm.
Facepalm


No hay comentarios: