Cada vez que escucho el Quadrophenia me obligo a intentar
pensar, aunque sea superficialmente, qué pasaba por la cabeza de Pete
Townshend. Me siento delante de los dos vinilos y clavo la mirada en cada una
de las fotografías, pasando en silencio las páginas con esa concentrada actitud
que parecen exigir las obras sagradas, sin saber por dónde empezar a edificar
el pensamiento, perdido en ese laberinto grisáceo y suburbial de sueños rotos,
cuerpos de mujeres y mantras que se repiten. Quadrophenia es una oración que ocupa cuatro caras, o a lo mejor una bola de cristal a punto de estallar sobre los ojos bien abiertos del vidente. A veces creo que las cuatro
personalidades del protagonista son los cuatro demonios básicos de Occidente y
les escucho emitir tremendísimas carcajadas. En otras ocasiones, me pregunto si
Quadrophenia no es la elegía
definitiva, una reescritura de la oración final de Alexander Nevsky pero entre los cadáveres de la cultura pop,
nuestros cadáveres. El ejército que habría de defendernos de nosotros mismos, de no acabar lobotomizados en la cola de una sucursal de Inditex. En 1973, prácticamente diez años antes de que yo naciera,
los Who ya lo habían dicho todo y me habían regalado una scooter pintada de negro para que me arrojara a todos los océanos.
Como
a tantas otras cosas, llegué muy tarde a los Who. Mi epifanía tuvo lugar
mientras escribía la segunda revisión de Apocalipsis
pop! Los tiempos apremiaban y el editor me había mandado ya varios correos
preguntándome por el manuscrito. Ya había terminado toda la sección inicial,
pero notaba que me faltaban piezas. No lo entendí bien hasta que no volví a ver
la película y me topé con la escena en la que los jóvenes mods la liaban parda en una fiesta en la que el resto de asistentes
se empeñaban en escuchar Be my baby.
Aquella fue la secuencia bisagra, la que me permitió comprender que había un
sentimiento de malestar generacional que habría surgido prácticamente en los sesenta y que, cuatro décadas después, yo había
experimentado, muy en lo íntimo cuando en los garitos de la cosa se escuchaba
aquella mierda del Sarandonga y sólo
podía pensar en emborracharme y salir corriendo de allí. Los Who lo habían
visto claro: la frustración total, el odio, la imposibilidad de la redención. No es de extrañar que la batería de Keith Moon suene como un redoble procesionario, un Calanda de pop y anfetas. Yo ni siquiera tenía rockers con los
que abrirme la cabeza a botellazos. Como mucho, mis rivales eran amantes de lo latino que se
sacaban un ADE y señoritas bien de una burguesía de mucho pose que
coleccionaban los discos de Amaia Montero. Rivales, es un decir, porque ellos se encamaban en una endogamia de gente guapa y yo me piraba en mi scooter negra -un vagón de la línea 5- maldiciendo contra Dios y contra los hombres. La línea 5 a finales de los noventa nunca llevó a Brighton, sino a otros pueblos cansados y agotados de la periferia lumpen. Era el comienzo de la Generación Operación Triunfo. Hijos de mil padres, yo os maldigo.
Desde
aquel momento, desde que conecté en lo íntimo con el desastre generacional
escrito por Townshend, he descubierto que todas las generaciones son cíclicas y
autodestructivas, que las fiestas se repiten y las banderas del malestar se
enarbolan siempre en la misma dirección. Quadrophenia está
esperando a más adolescentes furiosos, los amamantará hasta la náusea, hasta la
revelación, hasta el orgasmo con ese crescendo
terrible que supone su Cara D, esa unión casi perfecta de The Sea/Love Reign Over me, la saeta pop total que emitimos los niños
descreídos y cansados de nosotros mismos y de nuestras demandas de goce. Hoy,
las viejas de mi pueblo se preparan para lucir mantilla y manto negros. A mí me
gustaría arrojarme por el balcón gritando que el amor llueve/reina sobre mí,
ofrecer mi cuerpo mártir al deslumbramiento de la cultura popular, decirle al nazareno
que se sigue repitiendo el antimilagro de las soledades y los laberintos.
Townshend, náufrago de irrealidades. San Pete Townshend.
Tantos años después, seguiréis sacando los mismos santos a las mismas calles y repitiendo las mismas frases. Por mi parte, os juro que iré en dirección contraria a vuestras plegarias, gritando con todas mis fuerzas: We are the mods, We are the mods, We are, We are, We are the mods. Aunque no me acompañe nadie. Aunque todo sea una revisión gastada de una revisión gastada de una llantina generacional enunciada hace décadas.
We are the mods, cabrones.
2 comentarios:
Me acuerdo que después de ver la peli Quadrophenia estuve pensando donde estaba el Brighton barcelonés. Encontré indicios claros y me pareció haberlo identificado.
Quizás encontré eso, la semilla de la generación OT.
Recuerdo cuando se veían algunos mods españoles en las calles de Madrid,lo absurdo que me parecía que llevaran parkas en un sitio donde llueve tan poco. Una observación. si se quiere, superficial pero reveladora de ese absurdo de disfrazarse para ir contracorriente. Aunque en realidad, esos mods españoles sí que iban de verdad contracorriente al inventarse un mundo mucho más irreal (ser mod en Madrid, años 80) que el de los propios mods ingleses de los años 60
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