La hija de Brody, por ejemplo. Alevosa fuma-porros que suda de la batalla de Gettysburg, no especialmente deseable, no especialmente brillante. Mientras su hermano pequeño está atrapado en un túnel de violencia contenida -un orden simulado que ya se intuye protomilitar en su pasión por los videojuegos y las artes marciales-, ella es la Gran Teenager norteamericana capaz de perdonar a su padre incluso que se convierta al Islam. En cierto sentido, representa lejanamente esa moderada progresía norteamericana que despertó tras Vietnam enganchada al sueño Obama y que acude sacrosantamente a las proyecciones de los documentales de Michael Moore con el cilicio engrasado. Adorables norteamericanos progres, siempre cargando sobre sus espaldas toda la culpa del Imperio, de Irak, de Darfur. La hija de Brody, contra todo pronóstico, salva el Imperio en un gesto conmovedor que parece directamente extraído del mejor John Ford. Y lo hace, muy precisamente, porque fuerza a su padre a una promesa. Y Brody, que es un fanático pero no un imbécil, sabe muy bien que si incumple esa imposición que le plantea su propia hija, entonces todo lo demás, todo ese suplemento ideológico que necesita para no volverse loco -Gettysburg, el uniforme de los Marines, Semper Fi, Bro...- se derrumbará brutalmente. Y entonces nadie podrá responder nunca a la pregunta del millón de dólares: ¿Qué cojones hacíamos en Irak? -Esa pregunta, por otro lado, está perfectamente integrada en casi todos los capítulos de la serie.
Hasta ese momento, el hijo de Brody, se llamaba en realidad Issa. Las escenas que muestran su relación dan un poco de vergüenza ajena, porque muestran un proceso de colonización ideológico repugnante y, ante todo, fallido. Issa sólo tenía dos opciones: morir siendo niño o crecer y ponerse un chaleco explosivo para inmolarse en su graduación en Harvard. En Issa está ese falso argumento al que el Occidente impostadamente multicultural se aferra con todas sus fuerzas: nosotros entrenamos a Ben Laden, nosotros creamos el monstruo islámico, nosotros somos los culpables del 11S. Lo que, en manos de cualquier pensador crítico, se desmonta con relativa facilidad. Pero arrancar a la sociedad norteamericana el espejismo de la culpabilidad imperial representaría un imperativo inasumible: reinventarse más allá de la culpa y aceptar que tienen un enemigo en lo real y no en lo imaginario. Issa, decíamos, es el hijo imaginario de Brody, el americano imaginario, y por lo tanto su venganza no es sino una purificación del propio Imperio. El mecanismo del guión es impresionante: al servir a los intereses del fundamentalismo islámico, Brody sirve a la purificación y a la justicia del sistema norteamericano. ¿Cómo cortar este (delirante) nudo? Sencillamente: mediante la inclusión de la hija real, y de la promesa que la convierte automáticamente en hija simbólica.
Que el equipo de Michael Cuesta se ha estudiado milimétricamente a John Ford es algo innegable. De hecho, todo Homeland no es más que una puesta al día desde el malestar post 11S de ese Ford cínico, desesperado y portentoso que rodó El hombre que mató a Liberty Valance. Las líneas narrativas entre el ritual, la familia, el fracaso y la ideología son prácticamente las mismas, y ahí es precisamente donde la serie se atreve a llegar más lejos, o lo que es lo mismo, donde su importancia social contemporánea se vuelve radicalmente importante. Resucitar a Ford -y esto es algo que Nolan sabía, pero que quizá ha olvidado- es generar una sutura urgente sobre el tejido narrativo de Occidente, y no sólo de Estados Unidos. En Ford/Cuesta está esa figura central occidental que es el héroe atravesado de delirio arrodillado en el altar del Otro salvaje, y la necesidad de un relevo inteligente fundamentado en la promesa. Brody, lo decía hace dos entradas, es el Ethan a punto de disparar sobre Natalie Wood en Centauros del desierto, es decir, el héroe a punto de cometer el Acto Loco Total. Pero también es el Kirby de la impresionante Fort Apache, intentando entender al enemigo y sufriendo sobre su peso toda la aberración de los mandos militares desquiciados. Sólo en esta dirección se debe reivindicar un personaje que ha representado como pocos el desgarro de la sociedad Occidental: preso de un uniforme manchado de sangre, traicionado por una familia en la que cristalizan sus mismos vicios, atrapado en la red de deseo de una mujer histérica, y finalmente, capaz de no convertirse en un monstruo. ¿Se puede definir, de mejor manera, la verdadera naturaleza del héroe?
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