19.6.12

Notas en el márgen de "El libro negro" (Grossman/Ehrenburg)

   
Esta mañana, en un tren anodino lleno de oficinistas, jubilatas, señoritas con bótox y kilómetros, kilómetros, kilómetros, he termindo de leer El libro negro. La literatura y el tren, que para mi es casi siempre el tren literario camino hacia los campos, como el tren camino a Oswiecim en el que terminé Kaddish por el hijo no nacido de Imre Kertész, kilómetros y cadáveres, gestos de ancianos maquinistas que fingen cortarse el gaznate con el lomo de un libro. A veces la lectura te hace intolerablemente infeliz o te golpea, o te asfixia.

     Cuántos libros he leído sobre el exterminio en los últimos diez años. Para ser un tema inefable -eso dicen los popes- se han escrito muchas cosas. Pero el exterminio no es inefable. Si acaso, es un tren de voces desafinadas que suele descarrilar puntualmente en la vía muerta del lenguaje. Cuántos libros, no sé, quizá cien, doscientos, he perdido la cuenta. Y, en un rincón, El libro negro como invitado de lujo en la gran fiesta de la postmo, con ese aire trasnochado de panfleto estalinista, con esa voluntad descabellada e impertinente de hacer hablar a los testigos, testigos como borrachos de sangre y perdición que cuentan historias terribles sobre niños que mueren en las cámaras soñando con la llegada del Ejército Rojo, partisanos, historias entre la fábula y la crónica, entre la soga y la confesión, entre la violación de la adolescente, el tiro en la cabeza, La internacional y el cráneo quebrado, calavera de lejanos pueblos temblando de frío en las selecciones.

    Cuántos libros he leído, y sin embargo, que aterrador esfuerzo me costó pasar página tras página, leerlo todo, no saltar ni una coma ni un punto. Esfuerzo de lector que tiene miedo a sentirse anestesiado, indiferente, de pensar que lo que lee es otra cosa. A partir de la página 300 las palabras amenazan con volverse banales: violación, tortura, mutilación, humillación, gas, gueto, fusilamiento. Pero todavía quedan 900 páginas más: violación, tortura, mutilación, humillación, gas, gueto, fusilamiento, violación, tortura, mutilación, y así página tras página tras página, a la sombra de la horrible pregunta negacionista (¿pero es posible? ¿acaso realmente fue posible?), el patrón alemán aplicándose sistemáticamente sobre un pueblo, un segundo pueblo, un tercer pueblo, violación, tortura, mutilación, humillación, Stalin nos vengará, gas, gueto, la llegada del Ejército Rojo, violación, tortura, mutilación.

     La experiencia del lector que se arroja a El libro negro es una experiencia límite. Una amiga me confesó que no podía leerlo por las noches antes de dormir porque le provocaba tremendas pesadillas. Yo mismo me sorprendí necesitando casi un mes dedicado en exclusiva a su lectura, preguntándome dónde estaba -¿ya soy insensible? ¿ya no significan nada estas palabras?-, preguntándome qué podía hacer con ello -¿un post? ¿un artículo de investigación? ¿una conferencia?-, preguntándome qué cojones me estaba haciendo dentro de la cabeza ese tocho negro que dejaba descansar en la mesilla de noche y que me acompañaba en el cercanías, en el autobús, en el alaris, próxima estación Treblinka, próxima estación Treblinka, violación, tortura, mutilación, humillación. Gas. El libro se convierte en una tarántula, y la tarántula trepa por tu pecho a la hora de dormir y te susurra todas esas palabras como una letanía, Stalin nunca llega a salvarte, Stalin también cargó brutalmente contra el pueblo judío, el Ejército Rojo pasándoselo en grande con las arias muchachitas berlinesas a cuatro patas, mon amour, y sin embargo... Sin embargo, tanta angustia, todavía quedan 500, 400 páginas, el libro no se termina nunca y es cada vez más oscuro, parece que succiona todo lo que ocurre a su alrededor y lo apaga, lo desactiva.

     Una mañana de sábado a las nueve desayunando en la pequeña terraza, por ejemplo, y ahí está El libro negro sobre la mesa impidiendo pensar en otra cosa. Cena con los amigos, nos pedimos otra y nos vamos, qué risas te acuerdas aquella vez que, pero ahí está El libro negro sobre la barra, susurrando. Y así constantemente, hasta que toda la vida, semana tras semana, es fagocitada por esa tarántula de 1200 páginas que has metido en tu casa, que has aposentado en tu estantería, que no sabes si recomendar o si leer silenciosamente. Mamá, no llores, Stalin nos vengará.

     Recuerdo muy pocas experiencias similares en mi andadura como lector. El American Psycho de Bret Easton Ellis. Hasta cierto punto, Las benévolas de Litell. La primera lectura de Los hermanos Karamázov, con aquella ansiedad terrible del descubrimiento sagrado. Si no existe Dios, en fin, entonces todas las tarántulas. Si no existe Dios. Si no existe Dios, ¿para qué demonios leemos El libro negro, para sentir un breve remordimiento de salón, una inquietud de señorita perfumada que llora en su palco intelectual de cara a la comunidad, ay este corazón partío por el ángel de la Historia?

    Pero si existe Dios, entonces quizá sea una buena idea leer El libro negro. Alguien, en algún momento, tendrá que empezar a redactar con toda precisión una teodicea definitiva que incluya las palabras mágicas. Violación. Tortura. Mutilación. Humillación.

    Gas.

1 comentario:

Lluís Bosch dijo...

Algunos libros (pocos) se convierten en ese ser angustiante que llevamos encima, y que nos replantea las palabras, y el propio acto de la lectura. Estoy de acuerdo en que American Psycho produce un efecto raro, de dolor y de miedo, al mismo tiempo que se te pega al cuerpo.
No he leído el libro negro de Grossman (veo que cuesta 33 euros en Amazon, y estoy a 10 días del paro, vamos a probar en la piblioteca pública), pero recuerdo haberme tragado muchas horas seguidas de Shoah, y a partir de cierto momento (bastente pronto) uno empieza a sentir efectos psicosomáticos potentes.
Si no hay Dios, igual habría que ir pensando en inventarlo.