1.
En la experiencia íntima de la escena suelen ocurrir cosas asombrosas. Y quizá la más asombrosa de todas sea la formulación de una auténtica Palabra. De un lado, hay una escena barata saturada de oportunistas y juguetes rotos, gente que intenta sacarse una pasta y tirar como puede mientras en el fondo de su corazón sueñan con los aplausos y las groupies obscenas haciendo cola en el camerino. Del otro lado, hay una línea delgadísima en la que los textos escénicos retoman algo del mito trágico -ya imposible, por otro lado- y adquieren el estatuto de Verdad.
Nuestra clase es, merece la pena decirlo, uno de esos ejemplos radicalmente verdaderos que son capaces de situarse sobre el filo mismo de la oscuridad y ofrecer una respuesta escénica. En torno al exterminio -que no es sino el Abismo con mayúscula, pero también el gran reto total del pensamiento occidental- se han propuesto infinidad de montajes, mejores o peores. De entrada, hay una voluntad de decir, como la hay en tantas otras partes. Pero no basta. Además, hay que decir bien. El dramaturgo que llega hasta las puertas del horror puede quedarse paralizado en la puerta o bien encarar una hoja de ruta -siempre incompleta, siempre parcial- hacia ese laberinto sin salida. No habla el actor, ni el cuerpo del actor, sino el cadáver incrédulo que se ancla a los focos del teatro como una suerte de sombra, siempre presente, imborrable, cadáver de cuencas extrañas y garganta seccionada.
Carme Portaceli se ha atrevido a mancharse las manos, optando por un texto nada sensacionalista que no busca conjurar el Nombre-De-Auschwitz, sino que desciende de manera sigilosa y cruel hacia el otro exterminio: el de la comunidad polaca, el de los enormes silencios políticos, el de los crímenes que quedan en casa y se quedan enquistados como un pacto tácito entre los asistentes. Su obra no es un linchamiento, ni un número circense, ni esquiva las zonas oscuras, ni lima las aristas, ni normaliza la historia. Todo lo contrario. Su obra es un pequeño milagro entre la contención, la construcción, el saber hacer, la complicidad y el flujo mismo de la vida.
El flujo mismo de la vida. Si miro de refilón a Kracauer es, muy precisamente, por el concepto de tiempo, de narración, de existencia que los miembros de la compañía ponen en escena. El tiempo escénico está medido como una bomba de relojería, o como un coche enloquecido que derrapara entre los distintos testimonios que los personajes hilan, cotejan, repiten. En cierto modo es casi como un sueño escénico: recuperar el poder del parlamento -desactivado por la vanguardia y por un cierto teatro que pretende decir, pero no dice-, y aplicarlo en una lógica narrativa total, en una dialéctica verdadera entre Historia y testimonio.
2.
¿Por qué Nuestra clase es, ante todo, una obra de teatro? La pregunta podría resultar estúpida, pero merece la pena detenerse en ella. No es, queda dicho, un circo o una performance, ni un ensayo pasado por la turmix de las tablas. Desde luego, tiene escalofriantes componentes musicales, y una profundidad abismal que nada tiene que envidiar a los mejores ensayos sobre el Holocausto. Con las mismas, podemos seguir hilando: no es una traducción "cinematográfica" de ningún lugar común -ni de Spielberg, ni de Lanzmann-, ni un acto de divertimento para suturar conciencias. Al contrario. Se trata de un ejercicio de destilación de lo teatral, de un auténtico experimento destinado a comprimir, insuflar, dar forma. La iluminación, por poner un ejemplo, no es un desfile gratuito de apagados-y-encendidos de impuesta/impostada voz expresionista. El concepto escénico es mínimo, sutil, sólido precisamente en su economía. Y, ante todo, la obra parece avanzar destacando y rindiendo un impresionante homenaje al ejercicio actoral puro. No hay impostaciones, ni muecas, ni excesos. Los actores de Portaceli funcionan como una maquinaria precisa, un equipo que avanza como un carnívoro cuchillo hacia el centro mismo del texto, lo respetan, lo asumen, lo integran. Cada pequeño acto -una carcajada, un tropiezo, unos folios arrojados al vacío, una mano que se alza- es inmensamente sólido, pensado, integrado entres las líneas de Slobodzianek. Es imposible no respetar a un conjunto de artistas que respetan, a su vez, la palabra escrita. Todo al servicio de la Historia, todo al servicio del texto. Pero, conviene recordar: nadie cede su voz o su cuerpo en el altar de una Historia total, marcada por la conciencia de sí misma, lógica. Antes bien, la obra funciona en el terreno de la subjetividad, de la pequeña traición, del pequeño recuerdo. Es una obra desarmantemente íntima, que gana en los encuentros de los personajes -en sus cartas, en sus monólogos-, en detrimento de los vicios del espectáculo de masas.
Del mismo modo, es loable que Portaceli no tema incorporar -correctamente- el concepto del juego en una representación sobre el exterminio. Por momentos, sus personajes se convierten en marionetas, en títeres rotos o monstruos mecánicos, a la inversa, enloquecen y trepan por la escenografía como arañas desquiciadas, o de pronto, ejecutan perversos actos sexuales trabajando desde lo mínimo de la expresión corporal. El juego es juego de muerte, juego de niños crueles y de bestias enfurecidas, de pequeños amores con el olor a linchamiento y a cadáver descuartizado. El juego es cruel, pero también -queda dicho- es verdadero.
3.
Me gustaría detenerme apenas un segundo en el final de la obra -aprovecho para separarlo ahora, querido lector y amada lectriz, por aquello de no desverlar lo que, por otra parte, está siempre desvelado en todas partes.
Cuando todo termina, cuando el cuerpo muerto está muerto y el reloj ha parido una colección de zapatos pulcramente situados en la escena, ocurre algo impensable, y a la vez, hermoso. Una canción, sin duda, pero ante todo, un fogonazo. Una carcajada. Una mueca agotada de celebración y de concordia que remite, de manera imprevisible, a un hipotético "nuevo comienzo". La clase siempre es la clase, y siempre está ahí, momificada en la figura primigenia de los niños que fueron y que son ahora brutalmente robados por el oscuro final. La víctima y el verdugo mueren y nacen dos veces, y el gesto magnífico de esa fotografía, esas décimas de segundo en los que se enciende la última luz, son un de valor incalculable no sólo para el teatro contemporáneo, sino también para todos los que nos dedicamos a estudiar el Holocausto.
El cuerpo ya no está, no le queda sino noche y lápida de mármol celebrativa. Está la luz, quizá, una luz gélida que sorprende un gesto infantil, el gesto de lo que debería haber sido, y a la contra, el gesto de lo que ha sido borrado para siempre de la Historia. Mi memoria de espectador intenta guardar ese gesto, la sonrisa, la mano extendida, la carcajada, pero al final siempre ocurre lo mismo.
Las luces del teatro se apagan.
6 comentarios:
Has hecho una radiografía perfecta de esta función. Es una pena que se le de tan poca difusión. Salí consternado y emocionado. ¿Hasta donde somos capaces de llegar las personas?
Habrá que esperar a que vengan a Barcelona, porqué está claro que hay que verlo. Esperemos que el gobierno neoliberal y aborregador de Convergència lo permita.
Lluís, en Barcelona ya han estado. De hecho, allí se estrenó la obra. Además, no fueron programados una vez, sino dos veces en el Teatre Lliure. Es cierto que tampoco estuvieron muchos días, pero mucho me temo que no van a volver.
Si puedes, no pierdas la oportunidad de ir a verla a Madrid... ¡Es genial!
Un saludo.
Aaron, Desde el Teatro Fernán Goméz, felicitamos tu capacidad de análisis y percepción de la obra y del trabajo que hacen Directora y Actores. Simplemente te recomendamos escuchar el audio de las conversarciones que hemos mantenido con ellos en nuestro blog - http://blog.teatrofernangomez.com/
y te invitamos a asistir al encuentro del domingo, 29 de abril, al término de la función, al que asistirá el Autor del texto. En el que tendrás la oportunidad exponer todas estas ideas a los propios protagonistas, ya que por un día las luces del teatro "permanecerán encendidas después de la función, gracias a la participación del público".
Gracias
amigos@teatrofernangomez.com
Hola, alguien me podría decir si van a ir de gira por Andalucía. Gracias
Poco tengo que añadir a la acertadísima entrada de Aarón. La obra que comenta es una maravilla tanto en su contenido como por su puesta en escena. Una reconciliación con la magia y la fuerza del teatro que hace mucho tiempo que no vivía.
"Nuestra clase" es un estremecedor compendio de la Polonia del XX,-es decir, de Europa, de nosotros mismos-, y lo que se despliega ante nuestros ojos es el miserable lodazal en el que llegamos a movernos los hombres y en medio del cual brillan dos estimulantes luces, las que nos salvan de la más abyecta oscuridad, la luz de los justos y la de la vida, que, pese a toda barbarie, continúa.
Un saludo, Carmela (@Melalal)
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