2.4.12

Burma Shave


 




...con lo que esta es la típica historia que siempre esconde otras historias, ya sabes, por lo que no tienes que preocuparte demasiado, y sin embargo, ya ves, precisamente ahora -esta noche, por lo demás, vulgar- me apetecía contarte esta historia en concreto, una historia en la que no salgo ni alto ni guapo, pero que es mía y que simplemente por eso puede significar algo, algo pequeño, pongamos por caso.

Yo frisaba los 22, estaba acabando la carrera y quería montar mi segunda obra de teatro importante. Por aquel entonces vivía en un estado de fascinación permanente con Tom Waits que arrastré hasta bien entrados los 24, y me empeñé en escribir algo sobre sus textos, utilizar sus canciones como base, saquear su discografía. El método era sencillo: cada personaje representaba una o dos canciones, tramas que se cruzaban en una única noche -también andaba fascinado con Magnolia de Paul Thomas Anderson y con los cuentos cortos de Carver, que releí hace poco y me siguieron estremeciendo profundamente-, con lo que por ejemplo, tenía a un asesino enamorado que era todo el Blood money, y a una mujer víctima que era el primer tema del Alice. Tenía a una chica muy joven que se enamoraba del tipo equivocado por los ardides del diablo, y era a la vez Ruby´s Arms y Tom Traubert´s Blues. El propio diablo era God´s away on business y, el cura que le hacía la réplica era un tipo simpático que se pretendía Chocolate Jesus y Jesus gonna be here. Una mujer hermosa regresaba de la cárcel portando una enfermedad mortal, la suya era Christmas card from a hooker in Minneapolis. Dos de ellos -no diré cuáles, eso es algo que pertenece a otra historia- escapaban al final de la obra a un tren que salía en dirección a Burma Shave. Y ahí esta la clave de esta historia, y de las otras historias que esconde.

Creo que fuimos felices trabajando en aquella obra. Razonablemente felices, si entiendes lo que quiero decir. También hubo mucho sufrimiento corriendo en paralelo, pero en fin, aquello era el teatro y nadie monta obras de teatro si no quiere dejarse una pequeña parte de sí mismo en el proceso. A no ser que sea un farsante o un mal dramaturgo, claro.

Pero el fogonazo, la chispa, la idea sobre la que todo empezó a girar, fue Burma Shave.

Muchos, muchos años atrás, tenemos a este niño llamado Tom en la parte de atrás del coche de su padre, probablemente un Chevrolet con el que recorren en verano, arriba y abajo, toda la ruta 66 -no me negarás que este comienzo, en sí mismo, ya es estupendo. El padre de Tom es viajante, y el hijo tiene ya los ojos llenos de moteles ruinosos, chicas mexicanas hermosísimas que huelen a sudor y a coyote, humo de cigarrillos rubios. Tom se asoma a la ventanilla y ve cómo pasan, uno a uno, esos carteles, ya sabes, quizá también los viste: Burma Shave, el lugar donde los sueños se hacen realidad. Burma Shave, allí donde todo es posible. Lo captas. El caso es que el pequeño Tom también lo captó y de pronto pensó que Burma Shave, en efecto, era un pueblo situado en el mapa, un pueblo real, un pueblo en el que las cosas -por alguna extraña razón abstracta e incomprensible- eran necesariamente mejores.

Luego pasó el tiempo. Llegó la realidad a manchar de carbón el recibidor, y el pequeño Tom descubrió que aquel pueblo, en realidad, no era sino el invento publicitario de una espuma para afeitar. No había Burma Shave, al menos, no más allá de aquellos carteles que guiaban hacia un territorio imposible.

La historia aquí se complica. El pequeño Tom se hizo mayor y se empapó de aquella película de Nicholas Ray, Los amantes de la noche. Y escribió una canción con ambas cosas, una canción fuerte y hermosa que quizá escuches alguna vez, una canción que yo escuché y utilicé para escribir aquel libreto. No fue mi mejor montaje, por si quieres saberlo, pero me aportó algunas cosas realmente buenas. Cosas que hoy me acompañan.

Pasaron los años. Yo también crecí y me convertí en un tipo serio que escribía artículos cientificos y que perdió algunas cosas realmente importantes por el camino. Discutí con algunos de aquellos actores y, un tiempo después, alguno me perdonó mis ataques de gilipollez crónica y de divismo. Yo no me he perdonado a mi mismo, por si te interesa saberlo. Pasada una edad te acostumbras a ir perdiendo utopías y a ir ganando títulos, certificaciones, textos muertos que afirman tener índice de impacto, pero eso no significa perdonarse a uno mismo. Escribí un artículo sobre Los amantes de la noche, aunque no tuve valor para cruzarlo con la canción de Waits. Hablé de la muerte, del tiempo, de Lacan y de lo real, pero no dije lo fundamental: no podíamos volver a casa, pero tampoco podíamos ir a Burma Shave. Ya no quedaban billetes para Burma Shave. En algún momento del camino, simplemente, se agotaron.

Por lo demás, no sé muy bien por qué quería contarte esta historia que, mal mirado, resulta ser profundamente triste. Supongo que porque siempre lucimos las cicatrices más hermosas, las que realmente han merecido la pena. Por lo demás.
 

1 comentario:

Lluís Bosch dijo...

La necesidad de contar(nos) historias quizás nos define más como especie que otras cosas. Y por cierto, releo a Carver y nunca deja de estremecerme. Hay lecturas que no se gastan.
Hoy me he levantado temprano y me he puesto a escribir (es decir, a contarme una historia). Creo que muy flojito y de fondo voy a poner el Burma Shave de Waits.