Aquella noche había sido un festival de palomas descompuestas: el cheque del editor no había llegado a tiempo y mi foto empezaba a correr por las alcantarillas de la ciudad, el folio se había convertido en una alamabrada de espino y las cafeteras vomitaban sin ánimo un líquido marrón y helado. A Laura Lee le había dejado un boxeador que se había convertido en hombre de negocios y andaba cruzando el skyline de Los Ángeles en su alfombra de omeprazol y bupropión. En Rodeo Drive las putas se aferraban con una mano a su rosario y con la otra a su cuchilla de afeitar. Aquella noche los tests de Rorscharch se habían quedado en blanco, las modelos vetustas soltaban inspirados lagrimones en el dormitorio de su psicoanalista y los niños malvados de la periferia coleccionaban calaveras y vírgenes mexicanas.
Aquella noche dieron El amor en fuga en la sesión de madrugada del Rialto mientras yo cultivaba pacientemente mi cáncer de pulmón con la determinación ausente de los taxidermistas enamorados, noche de cuerpos olvidados en la morgue y de barquitos de papel naufragando en las marchas de orín y bourbon de los callejones. Los ángeles custodios le pegaban al speedball en vena, los perros abandonados recorrían colecciones de cromos incompletas, los columpios oxidados, los paritorios en huelga de hambre, las carreteras a medio terminar bostezando de alquitrán, plan urbanístico, bostezando con la encía rota. Laura Lee, alineando vasos vacíos de gin tonic en el dintel de la ventana, funambulista de lunas rotas y escotes llenos de estrías, Laura Lee jugando a que el mundo era suyo y golpeando mi puerta para ver si me quedaban opiáceos o poesía, tú y tu cine sois una mierda, maldita sea.
Los vendedores de seguros plancharon sus trajes, los enterradores sacaron la colada con un gesto de inmensa satisfacción, las niñas cuarentonas de la compañía de vodevil se pulían los incentivos en cremas anticelulíticas y las plantas carnívoras se encogían de hombros en el corazón ardiente de los chutódromos.
Si no has vivido en Los Ángeles probablemente no sepas a qué me refiero.
Aquella noche acabé compartiendo un cigarrillo a pachas con Antoine Doinel en la azotea del Hotel, discutiendo sobre lo único que realmente nos interesaba a ambos. Las mujeres. Las mujeres y su inversión directa en los mercados fluctuantes de la esquizofrenia.
- ¿Sabes, Aarón? - me dijo - A veces hablo con Christine Darbon, me agregó a Facebook hace cosa de un año. Me consta que es feliz. Al que añoro es a François. Desde que se marchó, no me jodas, el cine se nos está amariconando y se nos está llenando de cosas inservibles. La pantalla de cine es como una cama. O hay una mujer hermosa dentro o no sirve gran cosa.
Yo pensé en Sissy Sullivan, una tipa a la que había visto hacía unas semanas cantando New york, New york en el bar del Hotel. No demasiado. Pero pensé en ella.
- Dicen que el cine es la vida... -siguió Doinel- pero quizá es mejor que la vida. Yo estuve con François la noche que murió, muchacho, y aquello no tuvo nada de cinematográfico. Yo pensaba que el viejo cabrón se iba a levantar con una inmensa carcajada, que me abrazaría, que no tendría valor para dejarme tirado en esta pocilga del mundo. Pero está muerto. ¿Sabes que es lo peor de que François esté muerto? Precisamente eso. Que está muerto. Y no se lo perdono. Eso es lo único que no le perdono.
Abajo, Laura Lee vomitaba o recitaba el monólogo de Hamlet, no consigo recordarlo. Abajo, los ángeles, los santos, y vosotros hermanos. Abajo todo era un océano de smog y leche materna rancia.
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