29.3.12

1968/Truffaut


   Y cuenta la historia que en 1968, en París, mientras las calles ardían, un tipo desencantado y golpeado cuatrocientas veces por la vida andaba detrás de su cámara hilvanando una historia de amor. Aquella cinta, no sé si la recuerdas, comenzaba con un plano de la cinemathèque de Langlois dramáticamente cerrada, con una verja que parecía la dentadura oxidada de un nobilísimo cadáver. París ardía, debajo de los adoquines estaba la arena de la playa, la imaginación al poder, tantas heridas que quizá Occidente no levantó nunca cabeza, pero el objetivo de Truffaut estaba en otro lado, bailando un vals enamorado y humilde con la vida misma, adentrándose en el laberinto del deseo y del cariño, cómplice de una banalidad que no era militante, sino hermosa. Quizá Besos robados no fue la mejor película del director, pero un crítico la definió con una de las mejores frases que jamás se han escrito en nuestra disciplina: "Es una chimenea a la que acercarse cuando llega el invierno". Ojalá alguien dijera algo similar sobre alguno de mis textos.

    La Historia -una cierta historia- nunca le perdonó. Pero, qué quieren que les diga, no creo que jamás en la vida vuelva a ver Un film comme les autres. Hace poco un comentario anónimo por estos lares me preguntó si no había una ficción narrativa optimista que me hubiera emocionado. Querido lector, querida lectriz anónima, tome nota: Besos robados, Domicilio Conyugal, El amor en fuga, El hombre que amaba a las mujeres -aunque no sé hasta qué punto se puede considerar optimista-, La noche americana, El último metro. Sobre todo la saga Doinel y La noche americana. Le reconozco, así en un momento de confianza y debilidad, que no puedo ver la secuencia de escenas de ésta última sin que se me llenen los ojos de esa infinita belleza que consigue el cine cuando se gana esas cuatro letras verdaderas que componen su nombre.
   Pero en 1968, ya digo, Europa cometió el terrible error de pensar que saldría viva de su propia pose. Y un francés, un único francés, decidió acometer una revolución íntima y masculina, tierna pero firme: volver a Doinel, reabrir una filmoteca desde la justicia. El propio director confesó que en un momento dado, le llamaron para una manifestación y pensó que era en nombre de su viejo mentor y maestro, una manifestación cinematográfica total y celebrativa. Pero no. Era contra el imperialismo en Vietnam. Truffaut no estuvo allí. Sabía que su barricada era otra, íntima, única, una revolución-Truffaut que culminó en el cuerpo hermoso de geografías leves que le ofreció Fanny Ardant en un hotel cualquiera, un hotel de luces cómplices y doradas. "Truffaut es un fascista", dijeron entonces los indignados retoños de aquella desazón europea.

    Truffaut era un niño abandonado que se parapetó detrás de una cámara de cine. Comprendió la farsa política con una claridad deslumbrante y se arrojó, en nombre del amor, a su compromiso fílmico, un compromiso de piedad total, piedad sin etiquetas y sin condiciones. Godard manejó los tiempos y las consignas, se convirtió en una especie de derviche enloquecido del maoísmo, y después, de la desazón de la izquierda. Godard lucía mejor en los altares de la revolución, y por eso se le perdonaron incluso sus peores películas. Que las tiene.

    En 1968, ya digo, París se vistió de niña indiscreta para lanzar piedras contra la policía. Yo hubiera amado a esa mujer, me hubiera arrodillado gustoso ante su minifalda de cóctel molotov en pie de guerra. Pero una mañana, se marchó sin dar explicaciones y dejó la cama de la utopía convertida en un gélido ataúd. El amor de Truffaut no tuvo condiciones, está en cada uno de sus fotogramas, es políticamente incorrecto y será prohibido por l@s taliban@s de la arroba de género si nada lo remedia. Pero Truffaut era mi hermano, hermano cómplice de sangre y confesión, mi compañero en la barra del bar cuando se apagan las luces y rebosan los ceniceros como bandadas de pájaros grises. Por eso, precisamente, creo que hoy es un buen día para encenderle una vela, recordarle en silencio, reivindicar su cine no en nombre de una etiqueta política. En nombre del ser humano.

2 comentarios:

Marco dijo...

Una vez, le dije a una novia: el mundo se divide en dos: los que son de Godard y los de Truffaut. Su respuesta (en aquel momento) fue devastadora: -A ti te gustaría ser de Godard pero eres de Truffaut. Algo de lo que ahora estoy seguro. Nunca me atreví a atravesar el Louvre a la carrera y me paso el día cambiando el color a las flores, tratando de acabar una novela, anamorándome de las compañeras de trabajo.

Un abrazo, amigo

Anónimo dijo...

Completamente de acuerdo con lo de una ficción narrativa optimista que incluya a Truffaut, la saga Doinel... De hecho, "Besos robados" es la película que uso para subirme la moral cuando se necesita. Tiene un encanto no ñoño que me hace volver a ella siempre con un guiño cómplice y cruzando los dedos para que al pobre Antoine le vayan mejor las cosas la próxima vez. :)