16.2.12

Mi otro Heidegger



    Yo, que ni soy filósofo ni lo pretendo. Qué cosa más absurda el dolor de la filosofía, y qué hombres más valientes los filósofos. La filosofía, que será la del desgarro, o no será.

    Allá por Diciembre, encerrado en mi pequeña habitación escuchando de manera casi compulsiva el preludio de Tristán e Isolda y oteando por la ventana en busca de un planeta azul que, según decían, se aproximaba hacia la tierra, comencé a trabajar en un poemario que cruzaba la extraña historia de amor de Heidegger y de Arendt. El pequeño universo atravesaba algunas de mis obsesiones partículares -la Universidad, la shoá, el sein zum Tode-, y por supuesto, desembocaba en las palabras brutales, finales, definitivas que el filósofo alemán deposita sobre el cadáver de su amante:
Ahora sus rayos giran en el vacío; ojalá -que es lo que todos esperamos- se llenara de nuevo con la presencia transformada de la ausente. Mi único deseo es que tal cosa ocurra lo antes posible. Por lo demás, sin embargo, las palabras no sirven ahora para gran cosa.

    Unos meses después, sentado en esta alegre balconada y comiendo un exquisito pastel de carne con sabor a ceniza, mientras mis vecinos ponen en bucle la novena sinfonía de Beethoven -Sometimes I hate you so much, Justine-, comprendo finalmente que no habrá poemario. El problema no es, por supuesto, lo inefable. El problema es esa inmensa erosión que atraviesa todas y cada una de las cartas que se cruzan los amantes, la presencia abrumadora de la mujer de Martin, el gran filósofo gimoteando en su carta de 1933 -nosoyantisemitanosoyantisemitanosoyantisemita- y la Arendt afirmando, simple y llanamente: Tu amor me destrozó la vida, y por tu amor acabé casada con un hombre al que no amo.

     El gran hombre del sein zum Tode se hace viejo, tiene miedo a los comunistas. Sus primeras cartas son ejemplos de deslumbramiento, de fuerza, de absoluta precisión -tiene, después de todo, un cuerpo al que fascinar por la vía del deseo-, y sin embargo, según avanza el libro parece hundirse en un fango cada vez más oscuro, preocupado por el dinero que dan sus ediciones, malvendiendo a toda prisa sus manuscritos para pagarse una casa nueva, y en el otro lado, la Arendt leyendo una y otra vez los textos de Martin, compulsivamente, citándolos, arrojándose contra ellos, clavándoselos como si fueran cuchillos.

    Es una historia triste. Demasiado triste. Demasiado real como para salir indemne de ella. Quiénes somos, después de todo, para ir hundiendo la vida de los demás con nuestra palabra, quién nos salva de acabar encerrados en una humilde cabaña, desgastados por la vida, coleccionando telarañas conceptuales y esperando pacientemente a la muerte. Mi otro Heidegger, el Heidegger que descubro en su correspondencia privada quizá no tendría que haber emergido nunca a la luz, quizá las porteras de la filosofía nos teníamos que haber quedado fregando pacientemente nuestro suelo y cuchicheando sobre la cuñada de Freud. Pero ahí está Spielrein -de la que ya he escrito mucho, y lo que te rondaré- y ahí está Hannah Arendt, y ahí está también Lou Andreas Salomé. Ahí está la Mujer misma, y en el otro lado, un hombre extrañamente envejecido que balbucea imbecilidades incoherentes. No importa que haya acuñado el dasein, el inconsciente colectivo o el eterno retorno. La mujer resplandece en su eternidad -por la vía de la autodestrucción-, y el hombre colecciona las colillas del pensamiento. De nuevo, Pandur: "Qué culpa tengo yo si la Historia está gastada, si las cartas están pasadas de moda y si todo esto ha ocurrido ya incontables veces".

     Por lo demás -sin embargo, las palabras no sirven ahora para gran cosa-, la raíz del problema es siempre la misma. Se llama Europa. Es una anciana terminal con los pechos fláccidos y arrugados que clava sus pupilas casi ciegas en mi misma ventana. No me lo ha confesado, pero sé que está esperando la llegada de un planeta. Las noches que velo su casi-cadáver, creo que tras su respiración ahogada se intuyen los primeros compases del Tristán. Mi otro Heidegger, cabrón de él, me sirve más pastel de carne y afirma no poder olvidar el rostro, el rostro judáico y eterno al que tanto traicionó -y quizá al que mutiló para siempre- en su despacho, allá por 1925.

2 comentarios:

Christian Bronstein dijo...

Profundo...

http://pijamasurf.com/2012/01/la-sombra-de-la-vida-melancolia-de-lars-von-trier/

Mila dijo...

Bien dicho.