Claro que Fassbinder me interesa. Siempre he buscado un hueco cada año para ver tres, cuatro, cinco cintas suyas. En lo mejor y en lo peor, en los encuentros y en los desencuentros. Es un cineasta al que siempre he notado brutalmente ajeno a mi universo: en la ideología, en la manera de salmodiar con los frames, puede que incluso en la concepción estética total. Sin embargo, me gusta dejarle hablar, me gusta la manera en la que planifica y destila los tiempos, deshojando a los personajes como si fueran margaritas de otras épocas, náufragos, alienígenas, borrones de purísimo dolor. Fassbinder mima a sus personajes muchísimo más que otros directores modernos, les convierte en extraños corderos sacrificales, les sigue con una gélidad humanidad, o con una cercanía de purísimo cianuro.
Un año con trece lunas tiene inscrito el dolor en cada uno de sus fotogramas. Un dolor místico del alma y un dolor profano del cuerpo, un cuerpo lacerado no por el deseo, sino por el amor. Un hombre -por amor, por verdadero amor- cambia su genitalidad y se ofrece hacia el Otro. Un Otro imaginado, casi azaroso, un Otro que desciende del exterminio y que avanza hacia la autodestrucción. El esqueleto de la cinta es pánico puro, sin destilación alguna. Su angustia es una angustia que se desliza de lo interior hasta arrasar lo corporal, confirmando el cuerpo sexuado como un tumor, un excedente, un impedimento del que nada parece saber el mundo de afuera. En cierto sentido, Un año con trece lunas es el reverso de La piel que habito, su antecedente directo: donde Fassbinder introduce el amor y la entrega total, Almodóvar juega la carta de la venganza. Uno opta por el melodrama con tintes surrealistas -la simulación lo es todo: el videojuego, la televisión, el propio cuerpo- y el otro se desploma en el thriller de tortuosa pero evidente lectura psicoanalítica. Fassbinder escribe pegado a la sombra de un cierto Lacan y sueña un cuerpo que no sabe, un cuerpo que es síntoma total y por lo tanto, nostalgia pura y espacio de deseo.
De ahí, lo realmente notable es que el director alemán sepa vestir su tesis con imágenes brutales, imágenes que puedan golpear como un mazo en la cabeza: la secuencia del matadero, por ejemplo, debería formar parte de una Antología Total del Despropósito Alemán junto con la secuencia del aborto de Kluge y una selección de lo mejor de la pornografía GGG. La sangre, el cuerpo, la grasa, el tratamiento hermoso y terrorífico de los animales, como una versión transexual de El judío eterno. Del mismo modo, la monja que lee a Schopenhauer, o la masturbación completamente sucia y vacía, o la impresionante escena del ahorcamiento.
Me gustan las películas exigentes que se enfrentan cara a cara con la problemática del deseo. Por eso he visto ya tres veces Un método peligroso y por eso considero que Un año con trece lunas es una fabulosa explosión en el planeta de la modernidad. ¿Se puede utilizar la etiqueta "cine social"? Sin duda se puede, pero se quedaría pequeña, con las costuras rotas. Es un cine del Otro, pero también es un cine en el que la carne propia habla y duda y el sexo propio desaparece en una ausencia elocuente. Merece la pena como experiencia extrema, o como experiencia íntima, o como laberinto de cuerpos/deseos. Claro que merece la pena.
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