1.8.11

Descalzos por el parque



Jane Fonda, tan hermosa, con ese gesto heredado de su padre, la mirada impenetrable y un cuerpo que se desliza por el encuadre como un garabato, cuerpo casi etéreo y nostálgico. Henry Fonda era capaz de poner en escena un dolor universal, un dolor del que el espectador no podía zafarse nunca -Las uvas de la ira es, quizá, el ejemplo mayúsculo-, y la hija heredó algo de ese latido trágico, de esa dignidad absoluta en la derrota. Que luego lo dilapidara inmisericordemente entre el maoísmo y el aeróbic es algo que siempre flota como una espada de Damocles en cada uno de sus fotogramas. Jane Fonda nos traicionó por la revolución, y después, traicionó a la revolución por el Wishful Thinking.


Y sin embargo, es necesario confesarlo, nunca he conseguido odiarla. Por supuesto, emito grandes y grotescas carcajadas siempre que proyecto en clase el demoledor A Letter to Jane: An investigation about a Still que firmaron al alimón Godard y Gorin, pero creo que no sueno sincero, que se me nota el cartón, que no cuela. Era imposible no amar a la primera Jane Fonda, la que era hermosa y vulgar como una gogó del extrarradio, la tontiloca, la enamoradiscada, la que nos regalaba sus mohínes de gata triste haciendo el camelo con total naturalidad delante del objetivo. Descalzos por el parque, por lo tanto, como la carta de amor pre-Vietnam y modestamente pop, sencilla e incorrecta, divertimento para las tardes grisáceas y sin ínfulas de cambiar el mundo.


Eso fue, quizá, lo que destruyó a la Fonda. Sus ínfulas de cambiar el mundo. Pillarse un charter rumbo a los arrozales de la muerte para hacerse la foto comprometida con el niño vietcong mutilado. Enfundarse unas mallas para conseguir que la sufrida ama de casa bajara sus kilos, reconquistara a su marido, se sintiera bien con su propio cuerpo. Cambiar el mundo, cuando el mundo era mucho más sencillo y hermoso en ese humilde decorado en Nueva York de diez paredes, un techo roto, una falsa ventana. ¿Qué más querían, si Robert Reford y ella lo tenían ya todo? Eran jóvenes, hermosos, prometedores, tenían un guión humilde, honesto y exquisito, una puesta en escena controlada y sin grandes trucos de magia. Tenían el cine, aquel cine, un cine sin ambiciones. Probablemente no fue suficiente. Ambos querían cambiar el mundo, así que o se fueron a Vietnam o se inventaron Sundance.


El tiempo pasa bien por Descalzos por el parque. Es una de esas cintas pequeñas y sólidas, romanticonas y cálidas, una cinta junto a la que uno se puede resguardar de la tormenta y calentarse las manos. Desde luego, no frenó las mutaciones del agente naranja, pero se mantiene incólume y valiente en pleno tifón postmoderno. Y, ay, por ahí se cuela la silueta dulce e imprevisible de la Fonda, nos llega tan hermosa, tan inocente, tan amable como esa Norteamerica que hemos soñado tantas, tantas, tantas veces.


Otra cosa es que el tiempo, nos guste o no, siempre nos traicione. El tiempo es sabiduría pura. El tiempo es un agujero abierto en el tragaluz por el que, ustedes ya lo saben, siempre se acaba filtrando la nieve.


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