31.5.11

Crítica: "Tourneé" (Mathieu Amalric)


La cámara se compromete siempre con el cuerpo. Es algo que se aprende con los años. Quizá es una lección amarga, especialmente para los cinéfilos. Déjenme ponerles un ejemplo: una mujer en una cinta pornográfica siempre es un fantasma casi perfecto, a gusto del alegre consumidor que bucea por los umbrales de Xvideos en busca de su imago perdida favorita. Pero el cuerpo es otra cosa: es un conjunto de pulsiones y piel que incomoda y al que no se sabe muy bien cómo responder en ciertas ocasiones. La cámara aprehende el cuerpo, y al mismo tiempo, lo reinventa. Pornografía, claro, pero también las portadas de su revista de moda favorita.

Si algo me ha gustado de "Tourneé" es, quizá, su apuesta por reivindicar para la cámara un cuerpo imperfecto expuesto con absoluta alegría y brutalidad. Las chicas que componen el elenco de protagonistas son mujeres que, digámoslo claro, nunca buscarías en Xvideos. Se pelean con sus propias curvas y las arrojan a la cámara con un sincero gesto de desprecio. Se saben artistas de su fealdad, magas de su imperfección, exquisitas sacerdotisas del autodesprecio, y por ello serán siempre inmortales. Amalric -que es, sin duda, uno de los cinco o diez nombres fundamentales para entender el cine de los últimos veinte años- ha construído una cinta deshilvanada para dar voz y frame a esas mujeres que igual se desnudan que rompen a llorar en la habitación de un hotel, mujeres perseguidas por su propia soledad pero que se convierten en diosas flamígeras al subir a un escenario. Tourneé es al mismo tiempo un carnaval y un cuadro de Edward Hopper, una revisión kitsch de Moulin Rouge! soñada por John Waters, un musical de autor en el que todo es posible. Después de ese exquisito óleo de hermosa psicótica que danza en El cisne negro llegaba el momento de que emergiera a la luz el cachondeo, la orgía, la carne dionisíaca que desafía a la cámara caníbal con su desmesurada promiscuidad.

Np hay que confundir los términos. Tourneé no es una gran cinta. Tiene serios problemas en la construcción de personajes y algunos lugares comunes (el gran artista odiado por sus hijos, por ejemplo) que se asemejan demasiado a los morosos vicios narrativos habituales en el cine europeo más exquisito. No es comparable con las obras de los hermanos mayores de Amalric (Klotz, Desplechin o Assayas, mi Trinidad Francesa favorita), pero lanza con fuerza un exquisito universo femenino contra los lugares más emponzoñados de la industria. Es, en fin, la resaca sangrante y descabellada de toda esa colección de títulos purulentos (de Dirty Dancing a Street Dance) que intentaron convencernos de que la mujer, la música, el baile y la belleza eran otra cosa.

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