18.8.04
El hotel del millión de dólares (Million Dollar Hotel, 2000)
El hotel del millón de dólares
El hotel del millón de dólares, 2000 - Wim Wenders
Todavía recuerdo la primera vez que me lancé desde la azotea del Hotel del millón de dólares. El primer sol extraño del amanecer acarició dulcemente mi parábola en el vacío. Quizá guardé silencio mientras el mundo giraba...
... o quizá recordé justo en ese instante la mirada del extraño trompetista que, desde el quinto piso del edificio, cada noche encendía un millar de velas y dejaba escapar un susurro metalizado por la ventana. Dios! Aquel tipo tocaba como si el demonio estuviera durmiendo entre sus dedos. Los yonkis del entresuelo se arrastraban entre sus vómitos, como submarinistas de la muerte; los indigentes, en la puerta. Los policías, en mitad del primer café de la noche. Quizá, puede ser que mientras caía al vacío todavía recordara difusamente a los habitantes del Hotel.
En este agujero tan lejos del mundo aún se contaban las viejas historias de los grandes ídolos que ya no volverían a pisar la roja alfombra del recibidor. Se hablaba de la noche en la que Lauren Bacall se sentó junto al destartalado piano para conquistar al viejo Sinatra, no mucho después de que a su primer marido (tócala, Sam, toca el tiempo pasará) se terminara su último cigarrillo. O quizá de aquella otra noche en la que Al Johnson iba tan borracho que juró que no volvería a hablar en la vida. Poco después estrenó una pequeña película, "El cantor de Jazz".
Pues bien, toda ese reguero de fantasmas que habían poblado las habitaciones del hotel durante el periodo mágico del mundo, ahora no quedaba casi nada. Tan sólo los últimos aristócratas de la indigencia que se aferraban a la mierda de los pasillos con su viejo frac negro.
Y así nos reunímos hijos de ricos, ricos que murieron de éxito, conocidas de las efímeras glorias que un día (allá por el primer porno de los 70) supieron brillar en la pantalla... Nuestro Hotel se ha convertido, casi sin dudarlo, en la penúltima parada de la muerte.
... Y así, mientras caía lentamente, observé por última vez a Eloíse asomada a la cornisa, con su hermoso traje (el traje que llevaría en mi funeral, probablemente) y con esa mirada que parece un callejón sin salida. Ella fue, sin duda, un buen motivo para vivir... y un buen motivo para morir.
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