9.2.15

Fargo: Apuntes sobre dos comienzos


01.
Hay una doble inscripción en la pantalla que sabemos falsa. La primera está anclada en 1987.


La segunda en 2006.





La sabemos falsa, y sin embargo, queremos creerla. Y al hacerlo, nos damos cuenta que hay un único tiempo en el que esas dos cifras (1987/2006) no significan nada, igual que la propia palabra que las conjura...


No significa nada en absoluto. Seamos más concretos. No hay espacio ni tiempo, sino más bien otra cosa. Nieve. Y aún así, estamos corriendo demasiado. La segunda escritura, la televisiva, es mucho más concreta. No es tanto una historia real...




...como una historia de lo real.

¿No es fantasmal, y nos atraviesa de alguna manera esa palabra que se queda ahí, flotando sobre la nada?



02.

La nieve es, definitivamente, un elemento de lo real. 



La nieve hace real el dolor de las articulaciones, congela los alimentos que nos permiten sobrevivir, la nieve es -la metáfora está manida- una suerte de folio en blanco de Dios en el que puede cómodamente escribir su nombre...


(y de no ser Dios, en fin, puede ser la instancia enunciadora, la huella misma de la enunciación convertida en marca de la productora).


Y la prueba de que Dios está detrás de la escritura se concreta en el momento en el que nos damos cuenta de que lo que miramos no es la tierra, sino más bien el cielo. Un pájaro sostenido en la parte izquierda del encuadre así lo demuestra. Unas líneas a la derecha del encuadre parecen emborronar su vuelo, pero por el momento no las podemos leer bien. La nieve nos lo impide.


Ahora bien, se trata de un cielo deshabitado, sobre una tierra (Fargo) que no existe, y en mitad de un tiempo (1987) que tampoco existe. ¿Hay una fórmula mejor para definir un encuadre vacío, una mirada vacía? 


(Generalmente las cintas terminan con un fundido a negro, lo que garantiza el espacio para que el roll final de los créditos se despliegue: conocemos ese lenguaje. Es el lenguaje de un cine que conocemos, por el que podemos movernos cómodamente como un ciego se mueve por una casa en sombras de la que nunca -o casi nunca- ha salido. Por eso Bergman nos aterró cuando fundió a rojo. Por eso ahora, en el fundido a blanco, estamos en otro territorio. Los relatos cierran a negro. Pero los relatos tienen un tiempo y un lugar, parece lógico, en el que transcurren).



Parece un plano, pero son dos planos encadenados. El plano del cielo (el pájaro) y el plano de la tierra (el coche que se desliza desde el fondo del encuadre). Tres, en realidad, si contamos el nombre de los actores que se imprime sobre la pantalla. El reino de Dios (el cielo), el reino de los hombres (la tierra), y el logos que se injerta entre ambos (el nombre, y por extensión, el lenguaje).

03.

El coche está localizado en la esquina superior izquierda de la pantalla. 


Conocemos el punto de fuga de la imagen porque es el mismo con el que Turner inventó la velocidad, el humo y el pánico en la pintura.


Turner no tenía nieve, pero tenía la niebla, que no es tanto el folio en el que Dios escribe, sino la máscara que oculta su rostro en la tradición hebrea. Y dentro del coche, un plano subjetivo rojo, como rojo debe ser necesariamente el infierno. Una nieve que, al ser iluminada por los faros del coche, se vuelve extrañamente roja.


Lo que no tendría mucho sentido. A no ser, claro está, que no estemos mirando desde los ojos de un hombre que puede escribir en la nieve, sino desde los ojos de un hombre que sólo puede escribir, desde el horror, contra la nieve misma. Ni Dios. Ni Cielo. Ni Logos. Fíjense bien en el primer frame de la serie: la línea del horizonte -como en Turner- es aplastada contra la parte superior del encuadre.


04.

El plano inicial de la película de los Coen -ese completo vaciado de casi dos minutos, esa narración-sin-narración en la que no hay más que un coche que emerge de la nieve- me parece una de las cimas de su filmografía. Es el propio aparato cinematográfico el que se fuerza a emitir más luz, y más luz, y todavía más luz a la espera de que algo (un gesto, un relato), pueda comenzar. Y sólo cuando la inmensa partitura de Carter Burwell asciende inesperadamente y alcanza a desarrollar toda la magnificencia del tema nos vemos arrojados a la impresionante contradicción fílmica. El universo es apenas eso: un coche que atraviesa la nieve. Podría ser una marcha fúnebre para un emperador, pero no es más que un movimiento en el interior de un plano difuso que se acerca a una cámara en la que, quizá, no hay más que incredulidad.


Y únicamente -cuidado de nuevo- cuando ciertos elementos fílmicos lo permiten (la angulación de cámara, el juego con la profundidad, la escala de alejamiento y el foco que permite minuciosamente la claridad en el acercamiento), vemos lo que se esconde: es un coche que remolca a otro coche.



Y una palabra.



05.
    Deseamos (no es mucho pedir) que los relatos que nos componen tengan lugar, tiempo, e incluso logos. Deseamos confiar en la existencia de un narrador que no disloque, sino que otorgue sentido. Ahora bien, cuando ya es tarde en todos los relojes, nos quedan las narraciones de la desesperación, las narraciones de lo real.


    El tiempo inicial de la película Fargo -la invención de esos diez segundos de metraje en los que el coche parece desaparecer y la música de Burwell se apaga levemente- es el tiempo en el que el relato se acicala frente a nosotros y se prepara para fascinarnos, el tiempo en el que conjura un deseo - tiene que ocurrir algo, y ese algo tiene que ser radicalmente importante puesto que le voy a ceder dos horas, dos horas de no vivir para escuchar, sentado, lo que este par de hermanos directores y guionistas tienen que contarme. El Fargo televisivo no sólo es la promesa cumplida de ese relato, sino su ampliación y su nueva apuesta: podemos volver, podemos volver al interior de los parajes (nevados) en los que hay una escritura que nos sostiene.

    Hay algo escrito en la nieve.


    Aunque no exista. 

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