5.7.14

En torno a la primera escena de "Suicide club" (Sion Sono, 2002)

01.
    Por aquel entonces era imposible conseguir una copia de algunas películas. Aquel verano en el Máster de Valladolid se hablaba mucho de My sassy girl y de la primera escena de Suicide club, o al menos, yo pensaba bastante en ella. No recuerdo quién me puso sobre la pista, pero durante varios meses intenté imaginarme cómo podía estar rodada semejante salvajada: 54 colegialas japonesas lanzándose a la vez a la vía del tren. Lo mejor de ciertas películas -The human centipede quizá sea el paradigma- está en imaginarlas, en intentar no verlas pero hacer que, de alguna manera, los rastros que los otros nos han legado de las mismas funcionen en nuestra cabeza.

    Luego, simplemente, olvidé todo aquello y no volví a pensar en la cinta de Sono hasta hace unas semanas.

02.
    He analizado las imágenes rodadas con cierto interés simplemente para ver cómo se diferenciaban de lo que yo había soñado. La textura de Sono aceptaba el grano, la subexposición de los colores, el montaje caótico, un cierto enfoque documental en el que, sin embargo, se deslizaba una innegable maestría en el uso del foco y en la perversidad aplicada a la puesta en escena. La escena aceptaba al mismo tiempo la fugacidad del detalle y hacía que los futuros cadáveres bailaran en un medido ejercicio de agresividad visual.

Sono

Sono

Sono

En mi cabeza, al contrario, yo había imaginado una suerte de coreografía como las de George Sidney en el 44, esos cuerpos estilizados del cine clásico que siempre me habían parecido insoportables, obscenos, cuerpos que enarbolaban toda esa fantasía repugnante del Hollywood escapista y a los que, por eso mismo, me hubiera gustado ver despedazados como prueba inmediata de la preeminencia de lo real.

Hollywood

03.
    Creo que todos los grandes cineastas -y Sion Sono es uno de ellos- tienen una suerte de escena fantasmática que se encuentra en el centro de su filmografía, una colección de planos en torno a las que orbitan todas las demás imágenes que han construido. Una escena que, por así decirlo, es la punta del compás fílmico que utilizan para trazar el mundo. El resto de su obra es un comentario, un añadido, una exploración más o menos afortunada de lo que ahí está cristalizado. Sono se limitó a arrojar a 54 mujeres a la vía del tren para luego dejarnos junto a la incómoda pregunta: "¿Por qué?".

    Y ahí está la artillería pesada del trazo fílmico: Suicide club responde desde la carcajada postmoderna, entre el thriller y el pastiche televisivo. En su impresionante segunda parte, Noriko´s dinner table, Sono vuelve a reescribir toda la escena incorporando otro punto de vista y explorando todo un universo textual completamente diferente. No se puede hablar de secuela, sino de una nota al pie tan portentosa que incluso supera a la cinta original: la carcajada gore se ha convertido de pronto en un angustioso melodrama familiar que Lanthimos plagió literalmente en Alps y que señala la clave de una cierta experiencia cinematográfica: Sono, como todos los grandes directores, sabía que no estaba todo dicho. Los auténticos maestros -el Bergman de Saraband, el Ozu de El sabor del sake- se marchan sabiendo que no han conseguido agotar el enigma de su propia expresión, que todavía quedan cosas por enunciar al calor de esa escena primigenia, esa obsesión recurrente, ese momento de vida (de muerte) congelado en alguna de sus películas. Cuando alguno de ellos -el Truffaut de El amor en fuga- intenta convencernos de que es posible concluir una exploración (el famoso "cierre del relato clásico" que la semiótica configuró al torno del THE END), en el fondo todos sabemos que es mentira, que las obsesiones emergerán por otro lado, que el compás sigue girando por mucho que intenten frenarlo de cara a sus espectadores. El compás, al igual que la sugerencia cosmogónica de Nietzsche en el eterno retorno o  la red social que conecta a los protagonistas de Suicide Girl y su secuela, no termina ni siquiera con la muerte.

04.
    En los últimos treinta minutos de Noriko´s dinner table, lo que parecía irremediable (el hundimiento de la propuesta en un delirio gore que, como ocurre en la muy inferior Why don´t you play in hell? consiga bloquear cualquier reflexión pura sobre la imagen) se detiene bruscamente y el director apuesta de pronto por mantener un único plano y un único personaje exigiendo la reestructuración de la historia.

Sion Sono

Sion Sono

   La explicación de los 54 personajes muertos en el centro de Suicide Club queda esbozada en lo que bien podría ser un retorno al corazón del barroco: la duda hacia la identidad, el límite desdibujado en el espejismo y la autenticidad, el centro vacío del yo freudiano. Ese único plano que se mantiene ahí y que domina, como una cima narrativa, toda esa enunciación que intenta encontrar respuestas acudiendo a todas las fuentes, todos los delirios, todas las posibilidades de la crueldad y la empatía cinematográfica, simplemente, resplandece. El cuerpo de la actriz -una portentosa Yuriko Yoshitaka-, su respiración entrecortada y el notable esfuerzo con el que proyecta cada una de sus frases es el contracampo perfecto al andén bañado de sangre. La cinta puede concluir precisamente porque ella lo permite al poner en evidencia todo lo demás: la tramoya fílmica, la edición, la interpretación expresionista de sus compañeros de rodaje, el formato digital y su pobrísima fotografía, la mirada misma del espectador. Sono había preguntado lo fundamental tres años antes en una profecía de horror que se ha convertido en el agujero negro/Facebook de nuestra mascarada online -¿Estás conectado contigo mismo?-, y asume el fracaso de toda búsqueda. Los personajes abandonan la escena para ponerse otras máscaras. Y otras máscaras. Y otras máscaras. Y así hasta que -esperemos que dentro de muchos años y muchos títulos- termine su filmografía.

   Pero en sordina, en todos sus fotogramas, seguirán estado siempre esos 54 cuerpos.

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