Los Hermanos Coen me han regalado siempre cosas asombrosas entre los pliegues de su cine. De hecho, me considero una suerte de trapero por la inmensa barriada de oro de su filmografía, un chamarilero de la imagen que rescata como puede un destello, un plano, un gesto que los demás parecen haber arrojado al cubo de la basura. Desde la inmensa torsión narrativa de Un tipo serio hasta el portento emocional de Valor de Ley -que borró de un plumazo, al menos en mi topografía emocional, el original de Hathaway-, tengo la íntima certeza de que los Coen ruedan cada día mejor, con una libertad y un trazo excepcional.
No es de extrañar, por lo tanto, que fueran los Coen los que me devolvieran una construcción fantasmática humana -y valga la contradicción- de Carey Mulligan. Los que pudieran arrancar de su voz y de sus gestos una extrañísima cercanía y fragilidad que habían destrozado, por la vía del horror, Steve McQueen y Baz Luhrmann.
Descubrí a la Mulligan justo en el cambio de década. Era una primavera modesta y oxidada en los Renoir del centro, de esas de gabardina y fila cinco. La peli fue An Education y, como ocurre siempre con la belleza, me quedé atravesado con aquella advocación teen de la Gréco existencialista y traicionada que habíamos soñado siempre. La nínfula que recitaba las frases de un guión de Nick Hornby -Dios le bendiga- se me atravesó en el imaginario y me hizo polvo por la vía de la ternura. Lo más terrible de la Mulligan -hasta McQueen, al menos-, es que manejaba la soledad y la ternura como una barra de labios o como una cuchilla de afeitar. Y eso, en una actriz, en una máscara, es algo imperdonable.
Revisé hace apenas unos meses unas escenas de Shame para una conferencia y me quedé aterrorizado de la manera en la que la Mulligan se había inmolado en el interior de aquella película. Igual que los científicos de La Salpetriere miraban con una mezcla de angustia y fascinación las torsiones físicas de las histéricas, yo me encontré perdido ante esa nueva mujer que se desvelaba al otro lado de la pantalla. Las carcajadas que emergían de la habitación cerrada -el velo, el objeto, la disposición de la mirada en Fassbender y no en ella- habían generado un cortocircuito de significaciones que traducían la vieja Escena Primordial freudiana, y por eso mismo, que habían llevado a la Mulligan lo más lejos posible. Dicho en otras palabras: si la elipsis sexual de An Education era tolerable precisamente porque no había metraje y simbolización, en Shame se realizaba la misma maniobra pero mediante la manipulación del punto de vista: la carrera de Fassbender no es, después de todo, sino ese espacio que debería ser amputado del metraje pero que McQueen nos obliga a transitar. O dicho de otra manera, el territorio de la angustia infantil y de la pesadilla.
Pensé que mi Mulligan, aquella que yo había soñado, no podría sobrevivir a aquella escena, a aquella decisión de montaje.
Y sin embargo, los Coen -que son, quizá lo comprendamos algún día, los grandes herederos de la sutura que estaba implícita en el programa del clasicismo cinematográfico- crearon una nueva Mulligan para situarla en el interior de Llewyn Davis, en el centro mismo de su mirada. Después de todo, el título original de la película (Inside Llewyn Davis) ya dice todo lo que hay que decir: en el miedo, en la tristeza, en el deseo de Llewyn Davis. Y, como elemento organizador de su fracaso, una Mulligan secundaria, violenta, embarazada, pero una Mulligan que ha recuperado la ternura y la destila cuidadosamente en sus gestos, jugando a ser la nínfula crecida y sabia que uno había esperado. Llewyn Davis, el patrón de los hombres crueles y la víctima mayor de su propio sueño, mira en un momento a la Mulligan cantar como la había mirado también el Fassbender de Shame, con la diferencia de que ahora lo que queda es una tristeza que no entraña la angustia, la tristeza de las sesiones de primavera, gabardina y fila cinco, la tristeza que, como dijo Bergman en Till Glädje, nos reconforta de alguna manera y está incluso conectada en lo secreto con la más sincera alegría.
Simplemente por esa apropiación, por ese rapto que los Coen han ejercido sobre la cinta de McQueen, habría que darles las gracias por Llewyn Davis. Sin embargo -y no adelantaré detalles de la trama, pero si han visto la película me entenderán rápidamente-, el juego de cortocircuitos memorísticos y de dulcísimas puñaladas llegará a su límite cuando en la mirada de Llewyn Davis, durante apenas unos segundos, se conjure ese Otro personaje, apenas esbozado entre los sombras, cronista último de nuestra experiencia del amor y del fracaso en el siglo XX. Ese Otro cuerpo, cuerpo total -que escribe, de alguna manera, sobre aquellas otras mujeres que son como la Mulligan, que son la Mulligan en lo real, o sea, que son el fantasma de la Mulligan- nos lleva a preguntarnos por nuestra relación con la música, los recuerdos y la belleza. Y en eso, una vez más, los Coen llegan tan lejos como permite el propio aparato cinematográfico.
Implantan una verdad en nuestros ojos. Quiero decir. Implantan una verdad en nuestra alma.
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