27.1.14

Desgarros de "Gente en sitios"

Cartel

   Dicen de la crisis y dicen de las calles sucias por las que vas taconeando, corazón, intentando enredar entre tus pasos la fantasía lineal de la Historia, aunque te besen dulcemente los tobillos las palabras al respecto que escribió Walter Benjamin. Siempre me ha gustado el cine que renuncia a explicarlo todo y deja, en su lugar, una experiencia que se desliza hacia la sugerencia, hacia el parpadeo de algo que hubiéramos podido vivir, o leer en los pliegues de las experiencias que los demás nos cuentan, los gestos que les delatan, la escritura del inconsciente en todas y cada una de sus acciones.

   Lo bueno de haber llegado tarde a Gente en sitios es que puedes escribir sobre ella sin que nadie espere que digas ni expliques gran cosa. 

   Lo bueno de Gente en sitios es imaginar a Juan Cavestany como el trapero de Benjamin, recogiendo con la punta de los dedos la sugerencia de una historia, colocarla en la cuerda de tender del patio de atrás de la postmodernidad, fragmentos de narrativas que son como pequeños parpadeos de películas nunca soñadas, películas violentísimas en las que una frase -una única frase-, puede trepar como una enredadera hacia un umbral misterioso en el que se derrame la sangre, en el que se suplique. Gente en sitios es como el arranque de una peli snuff española, peli violentísima llena de actos espeluznantes que suenan en sordina, actos como el amor, la falsa piedad, actos como la espera o la traición, pero apenas esbozados ante la urgencia de no querer cerrar nada, de no querer dar nada por cerrado. La vida misma, incluyendo por supuesto la brutalidad con la que se impone la fantasía.

    Gente en sitios es quizá el mejor ejemplo de aquello que dejó Freud escrito por alguna parte sobre la manera en la que un único durmiente circula entre las distintas figuras humanas que componen sus sueños. El espectador es arrojado ante todas las posibles potencialidades de sus actos, su incredulidad, y a su vez, la claridad desarmante de su propio deseo. Creo que hay una sensación de angustia -una larva que Cavestany deposita primorosamente como un científico loco enamorado en la garganta de su espectador-, precisamente por la inmensa cantidad de violencia que se sugiere frente al objetivo y lo imposible de su resolución. El espectador necesita sangre, necesita que algo se conjure frente a la cámara -un asesinato, una laceración, algo que defina que lo que ocurre en el interior del encuadre está compuesto por cuerpos y no por fantasmas-, pero el cuerpo sigue siempre situado en mitad de ninguna parte, sus diálogos son una ouija sintonizada por un David Lynch cañí que se acodara en Lavapiés para desearnos a todos una muerte lenta y dolorosa.

Cavestany


    Cómo he añorado Madrid durante la proyección de Gente en sitios, y a su vez, cómo he leído en sus fotogramas una impresionante lectura sociológica de la mediocridad de sus periferias, esa mediocridad que conozco tan bien y tan de cerca, los currantes burgueses del Excel asomándose por la ventana pensando en matarse o en matar al vecino, el arte de una vida no satisfecha que toma forma de analgésico y ansiolítico, sinfonía de pladur y casa en el extrarradio. Cómo he añorado Madrid y cómo he pensado en todos esos fantasmas que la ciudad cobija en su cacofonía expresionista de cadáveres que llegan.

     El descubrimiento de la violencia inteligente en la pantalla -a otros les gustarán otros matices de Gente en sitios, o la odiarán por ello-, es el síntoma del goce y de la perversión de un buen artista. Al igual que Haneke tuvo que gozar como un animal a lo largo de esa laceración total que es Funny games -una laceración, un goce tan tremendo y tan exquisito que no pudo evitar ceder en su deseo y repetirlo en versión americana-, uno se imagina a Cavestany ejerciendo de arquitecto de la humillación, con una sonrisa torcida y los ojos inyectados en espejos de sombra. Su goce es indescifrable, es tan jeroglífico como el del propio Haneke, y eso, precisamente, es lo que otorga absoluta validez a su propuesta. Después de todo, ¿hay otra manera posible de pensar España, sin volverse loco, que desde el umbral mismo que une a la mediocridad con el goce? ¿No es esa la gran verdad que le exigimos al cine español, el inicio de todos sus fracasos, y por fin, el arrojo de todos sus éxitos? Gente en sitios y Mi loco Erasmus son las dos caras de un mismo díptico patrio: la vergüenza propia, la ropa interior sucia, la gran cagada nacional, eso si, sugerida con una precisión fantasmática.

     Después de todo, ya lo he dicho: no hay cuerpos sino fantasmas en el interior de esta película.

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