(Texto publicado en el número de Noviembre/Diciembre de la Revista Magnolia)
Hemos sido invitados a contemplar La Comedia sexual de una noche de verano (A midsummer night´s sex comedy, 1982) al trasluz de Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende, 1955), un Allen menor que se arrodilla en el altar de una cierta imagen configuradora y clausuradora de un Bergman mayor. No hay que perder un detalle: con Sonrisas de una noche de verano, el sueco cerró un ciclo previo en el que había llevado los mecanismos de la comedia romántica a un estado difícilmente superable y cuya destrucción explícita supondrá una gran parte de su filmografía posterior. En las pocas ocasiones en las que Bergman retorne a la comedia más allá de 1955 se podrá hablar abiertamente de un fracaso narrativo y de puesta en escena, una inseguridad mayúscula ante lo que había constituido la angustia en sordina que impregnaba toda su primera etapa y que cristalizará con todo su poder en esa obra mayor que es El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957). Sin embargo, es necesario recordarlo: El séptimo sello sólo se pudo rodar gracias a un contrato firmado in extremis en el propio festival de Cannes gracias al éxito de Sonrisas…
En Allen, por el contrario, La comedia sexual supone el primer síntoma de agotamiento de su propio modo de representación, una suerte de paréntesis incómodo, un carraspeo que le obligará a encarar las hendiduras de su propia máscara después de varias obras maestras encadenadas. Si pudiéramos hablar de un cierto “manierismo” en el estilo de Allen, una colección de tics congelados, todos estarían recogidos en la cinta que nos ocupa. Por un lado, no hay más que observar cómo el uso de los planos vaciados de narración –planos de contexto, planos puramente espaciales- han evolucionado desde el portentoso arranque de Manhattan (1979) hasta una sonrisa benévola en La comedia sexual. Allí donde la cámara de Allen se hacía gigantesca en una exploración de la ciudad y de la sugerencia arquitectónica, aquí se ha concretado en un naufragio de postales naturales cuya supuesta intención irónica queda erosionada por el ritmo poco afortunado del montaje.
En cuanto a la construcción narrativa, creo que la base para entender la disonancia –armónica, casi musical- entre los guiones de Bergman y Allen reside precisamente en la imposibilidad del norteamericano para manejar con claridad la categoría del anacronismo. En cierto sentido, podríamos pensar que la influencia de Bergman sobre la Comedia Sexual es, de entrada, su peor lastre.
Y es que, por decirlo claramente, en Sonrisas de una noche de verano no hay una lectura anacrónica del tiempo reflejado. Antes bien, Bergman pone en marcha un dispositivo de tintes puramente nostálgicos y evocadores en los que puede calibrar con bastante precisión las dosis justas de melancolía, humor picaresco, erotismo en sordina y placer estético. Bergman cree en el tiempo que retrata porque lo inventa desde un conocimiento fantaseado sobre la alta burguesía sueca del XIX. El cariño con el que genera los equívocos y la planificación sólo puede entenderse desde una cierta humanidad europea, la creación de un paraíso imposible que alcanzaría dos cimas absolutas tanto en Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) como en Fanny y Alexander (Fanny öch Alexander, 1982).
Allen, por su parte, realiza una lectura inteligente de algunos operadores textuales bergmanianos –el pistoletazo en la cabeza, la tensión entre pasión y conocimiento, el espiritismo de salón-, pero no consigue hilarlas con precisión porque su interés no es tanto ese filo burgués del XIX como el planteamiento hablado de la sexualidad, una oralidad de la carne que Bergman sólo pudo atacar –desde la angustia- en momentos puntuales de su filmografía como el monólogo de la orgía de Alma (Bibi Andersson) en Persona (1966). Allen hace hablar a sus personajes de sexo, pero su trazo ya no es la ingenuidad sugerente del sueco, sino más bien el carnívoro cuchillo del primer tomo de la Historia de la sexualidad de Foucault.
El anacronismo queda así cortocicuitado por la vía de la imposibilidad: los personajes de Allen no son humanos, ni siquiera en sus pasiones, resultan impenetrables por la vía de lo bufonesco. Bergman, en contraposición, hacía de los defectos un sinónimo contundente de su humanidad y los arrastraba hacia el perdón incluso en sus momentos más bajos.
Sin embargo, no me gustaría concluir sin señalar antes una breve sugerencia. Pese al caso concreto de La comedia sexual, creo firmemente que ningún otro director norteamericano de la segunda mitad del XX entendió el manejo del anacronismo bergmaniano con la precisión de Woody Allen. Lo que Bergman aprendió de Strindberg –esa geometría escénica, como el propio dramaturgo la bautizó-, fue quizá el detonador de los mejores momentos de Annie Hall (1977) o incluso de Midnight in Paris (2011). Allen –al igual que Bergman-, es prisionero de una hermosísima telaraña en la que fantasía, delirio, nostalgia y carnalidad se anudan. Sólo desde esa perspectiva se puede leer la conexión entre ambas filmografías y, en el límite, apreciar la tremenda potencia –e inteligencia- de la lectura de Allen.
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