25.2.12

HOTEL KID: La historia de Martin


    Martin, el viejo Martin, había llegado al Hotel Kid envuelto en una nube como de Ducados negro y con la misma historia -la mujer, claro- clavada en la garganta. Yo ya le conocía porque había leído algunas cosas sobre las cintas porno que rodó en los setenta, cintas en blanco y negro muy tristes llenas de tipas que miraban llorando a la cámara y follaban recitando en voz muy baja cosas de Dostoievsky, total que se arruinó y nos hicimos amigos. Ambos andábamos enamorados de Naomi, la taquillera que cubría los turnos de noche en el Cine Rialto, y siempre íbamos juntos a la sesión de medianoche para ver su pequeña geografía taconeando entre las luces rojas de emergencia, ágil y pizpireta como una puñalada o un parpadeo, así como atravesada entre una infancia no terminada y una juventud enferma de calendario. Naomi fumaba interminables y purísimos cigarrillos extralargos en la última fila, y yo pensaba que el haz del proyector se mezclaba dulcemente con su saliva y su monóxido de carbono.

    Martin me preguntaba cosas de España y siempre se descojonaba cuando le decía que apestaba al tabaco barato que fumaba mi padre, un tabaco como de tasca franquista o de calendario Pirelli, tabaco cañí sisado en las revoluciones más comedidas de la Transición. Martin decía que era feliz inventándose el futuro de cada mujer, escribiendo historias imposibles y extravagantes en los márgenes de las páginas de economía que sobraban en los retretes del fondo. Escribía y escribía enormes frases subordinadas y luego guardaba amorosamente esos márgenes de tinta sucia en su cartera:

- ¿Ves, Aarón? Esta historia... -decía siempre golpeándose con cuidado el bolsillo interior de su chaqueta-...será siempre más interesante que lo que ellas puedan contarme en largas noches de nicotina y sudor. Al final, todas las historias acaban siendo iguales. Por eso fracasé en el porno, porque a mi lo que me pone de verdad es la Historia. Y muy pocas mujeres tienen una Historia interesante.

    Naomi, como todas las taquilleras de los cines, tenía tras los ojos todas las historias del mundo.

   Una noche, Martin entró en mi habitación endemoniado y febril como un espiritista psicótico. El programador del Rialto había decidido mostrar una de sus viejas películas, en pantalla grande, como en los viejos tiempos, una extraña y dramática odisea sobre una adolescente llamada Aracné que se lo montaba con sus compañeras de internado y terminaba siendo violada hasta la muerte en un larguísimo plano fijo de noventa minutos por varios encapuchados que la grababan con cuchillos frases de Marx sobre la piel. Yo le pregunté quién cojones había pagado semejante brutalidad pero Martin se limitó a gritar, arrastrarme, jurarme que aquello sería, definitivamente, su oportunidad para regresar al candelero, para ser descubierto de nuevo, para ser escuchado.

    Finalmente, llegó la noche del reestreno.

    Como ocurre en todas las historias tristes que te cuento, el cine estaba completamente deshabitado, a excepción de los habituales onanistas, los borrachos que le pegaban al Southern Confort en las primeras filas antes de quedarse dormidos mostrando sus encías pútridas e históricas, y algunos jugadores profesionales de la heroína que andaban dormitando en los palcos sucios y con olor a orín. Martin llegó con la cinta ya comenzada, haciendo eses por el pasillo, susurrando lo mucho que le aterrorizaba ver de nuevo aquellos rostros -rostros de mujeres que, definitivamente, había deseado- ampliados hasta ocupar tantos metros, tantos centímetros, tantos haces de luz atravesados por el fantasma todopoderoso de Naomi con forma de huella nicotínica.

    Creo que nunca he visto una película pornográfica tan triste. A veces me giraba y distinguía los dos ojos de la taquillera clavados sobre la tela, ojos llenos de revolución que bebían ávidamente las rugosidades de un deseo monstruoso. Un deseo de falos, dientes, mandíbulas, oraciones, plusvalías, sangre, cavidades, susurros, un deseo punteado por el grito final de Aracné al recibir el último golpe -¡El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa!-. De pronto, se escuchó una detonación brutal en la sala. Martin, coincidiendo con el último orgasmo, se había volado la cabeza. Las luces se encendieron. Con una extraña calma, salieron en absoluto silencio los yonquis, los borrachos, las prostitutas, los travestis.

    Allí, en ese incómodo silencio, observé por primera vez a Naomi más allá de la oscuridad, más allá de las luces de neón, más allá de todos los oropeles del deseo. Y descubrí, aterrorizado, que lloraba. Su rostro, iluminado de pronto, era igual que el rostro gigantesco proyectado en la pantalla. Un rostro interminable, humano, conmocionado de recuerdo y de belleza.

    Salí a la noche y regresé en silencio a mi habitación en el Hotel Kid. Algunas veces, al leer el periódico, veo que siguen dando las películas de Martin en ciertos canales de pago, al caer la madrugada. He tardado muchos años en entender que los onanistas también tienen su propio lenguaje poético, un lenguaje que sólo es un fantasma de pólvora, sangre, semen y memoria.

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