Hace unos años, un aluvión de subproductos épicos atraídos por el éxito de Gladiator saturó las carteleras con una serie de huellas de estilo poco menos que homicidas. Montajes inspirados en la Playstation, personajes tópicos mascullando entre dientes lugares comunes, musiquillas con cítaras y voces femeninas fingiendo funerales desgajaron un retorno postmoderno al peplum, a la Obra Histórica, al videojuego con ínfulas cinematográficas. Tostones mayúsculos del tamaño de El reino de los cielos o El rey Arturo se autoseñalaban como eminentes homenajes cinematográficos, en lo que en el fondo no era sino un tardoneoclasicismo tecnológico para cubrir la cuota de mierda en las minisalas de los centros comerciales. El único que se salvó de aquella quema fue el imprescindible Zack Snyder y su desgarro espartano, y comprendo que para algunos ni eso.
Pues bien, Valhalla Rising hubiera sido la única cinta realmente notable de aquella hornada, suponiendo que algún distribuidor suicida se hubiera arriesgado a poner pasta a nivel internacional y tratarla con dignidad. La única que se planteó cómo y cuándo reformular la etiqueta épica, dotarla de una nueva densidad, aplicar una verdadera construcción cinematográfica más allá de referentes, deudas contraídas, fotografías saturadas en amarillo cobrizo o en azul nocturno. Hubiera sido la única cinta de la que nadie hubiera escapado vivo, incólume, la única que nos hubiera impedido salir del cine, regresar a casa, dormir por la noche.
¿Qué tiene Winding Refn en la cabeza para formular una épica entre el gore digital y el puro placer de la contemplación? Brutalidad marca de la casa, excelentes meandros narrativos, una cierta pose pedante que no daña especialmente al conjunto... por momentos, parecía que Sartre se hubiera vuelto loco y hubiera reescrito el A puerta cerrada en ese brutal espacio en el que la fé, el miedo y la grandeza del cuerpo lacerado lo saturaban todo en la historia. Del mismo modo, también parece por momentos que ha decidido tapar con su cinta los intersticios, los huecos que Bergman dejó abiertos entre sus dos fabulosas cintas medievales -El séptimo sello y El manantial de la doncella- saqueando imperceptiblemente elementos de ambas hasta generar una pasta audiovisual de visionado tortuoso pero jugosas resonancias. Valhalla Rising está a kilómetros de la Historia, y sin embargo, realiza un valiente estudio ilustrado sobre el paganismo, el pánico y la brutalidad que desemboca, como no podría ser de otra manera, en la pesadilla existencialista, en la cara oculta del nombre de Dios, en la introducción de la Palabra -el asesinato del silencio- en nombre del Otro.
Claro está que casi nada se encuentra en la superficie del texto. Ahí sólo hay niebla, sangre, jadeos, cuerpos destrozados, encuadres de una belleza aterradora. Sus planos se sumergen en lecturas ajenas, están narrativizados en un nivel que apunta a otro lugar, al espacio abierto del lector, al juicio a quemarropa. Es otro cine, un cine épico de gestos sencillos, por ejemplo, el gesto de la contemplación. Hace poco me quejaba amargamente de las niñas-Instagram que no pensaban la imagen. Refn, por el contrario, lo ha pensado todo, incluso en sus equivocaciones, utilizando la profundidad de campo, el retoque digital, la propia Historia-sin-historia postmoderna. A veces me recordaba al Dead man de Jarmusch, y me preguntaba si aquello no sería quizá su réplica europea, la puesta en escena de nuestra propia forja pero en dirección contraria, un pedazo de Escandinavia que flotara en el vacío hasta colisionar con el rumor de los mitos, el polvo nostálgico de los cadáveres descompuestos, todo ese matiz que nunca se contó en el Peplum. Siempre lo digo, y Winding Refn lo confirma en esta cinta por la vía de la náusea: no hay nada más complicado que construír una auténtica imagen, una imagen poderosa y capaz de hacernos descubrir su pureza en un universo que está, literalmente, sobresaturado de imágenes.
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