La filmografía de Zombie es breve y coherente. De entrada, dos virtudes. Del mismo modo, sus cuatro películas parecen fluir con una extraña lógica, como un ensayo de puro cine que no terminara de cerrarse sobre sí mismo, cine que avanza en la duda, en el balbuceo, que emociona o que fracasa precisamente porque asume riesgos.
Reconozco que la primera vez que me enfrenté a La casa de los mil cadáveres no me gustó demasiado. Me pareció un producto pasable, lejanamente superior a las otras doscientas películas slasher que surgieron ese lustro al calor de un -incomprensible, pero intenso- revival Wes Craven. Sin embargo, una vez que la colocas al lado de Los renegados del diablo, y las dos partes de Halloween, la cosa cambia. Se convierte en el primer paso de otra cosa mucho más grande, un tremendo óleo de sangre y cultura popular sobre el que se pueden leer los esfuerzos por contar historias más allá del trazo grueso, del payaso asesino, de la teta por la teta. Zombie no quiere ser un imbécil a la sombra de la generación Tarantino, y por eso despunta y hace quiebros, se convierte en un recortador del gore, un pequeño auteur a medio camino entre El Bosco, David Lynch y las películas porno sesenteras. Es cruel. Es implacable. Es inteligente, y por eso sabe que lo suyo es la manipulación, el truco de magia, la extraña empatía con los monstruos, el deseo, el goce. Zombie maneja el problema del goce como Dios, y por eso está fascinado con La naranja mecánica, y por eso le quita a Kubrick el elemento intelectual y le introduce de lleno una vírgen/vixens siliconada, el mono/falo de 2001 pero en clave de country y con adolescentes fornifollando.
Y es que Zombie no es ningún machaca. La prueba evidente es esa especie de laxitud moral que recorre su obra. O, mejor dicho, su mirada. ¿Cuándo está Zombie hablando en serio y cuándo está hablando en broma? La diferencia con cintas como Planet Horror o Braindead es que, inquietantemente, Zombie lleva la cámara al límite de la carcajada y de la angustia... sin decidirse por ninguno de los polos. Es un equilibrista entre el horror y la coña marinera, de tal modo que al final sus cuatro cintas pensadas, así, en bloque, resultan ser una suerte de Crítica de la razón sádica. Lo que, para días en los que uno anda con la mirada torva, es maravilloso.
Me gusta. Me gusta cómo Zombie rueda el color del neón sobre la carne de las putas, me gustan sus adolescentes aterradas, me gustan sus cuerpos descuartizados. Me gusta, porque es una estética del Apocalipsis para resistentes. Si ahora tuviera 16 años, me gustaría Zombie incluso más que Bergman. Ustedes quizá no lo recuerden -quizá no lo hayan vivido- pero ciertos textos límite son textos de resistencia. Ideológica y personal. Zombie camina en esa línea, decidamos verlo o no. Y quizá esa es la clave: espacios de resistencia para un pensamiento gore.
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